PlumayDesvaríos

Revolución Urbana

20:08

Los recovecos del maestro

Autor: Rodrigo Minero Ruiz |

Diálogo con Eduardo Meissner

  • El pintor penquista reveló los rincones de su vida y los momentos y temas que resultaron cruciales en la constante evolución de sus creaciones.

Corriendo por Concepción, escalando calles y perdiendo cruces de miradas. Cabeza gacha, ojos fijos en el reloj diminuto de mi celular y la mano derecha secando el floreciente sudor de la frente acalorada por el inesperado sol matinal.

Un currículum por entregar y varias cuadras me separaban de la casa del maestro. Habría sido un detalle, pero los veinte minutos de retraso a la cita transformaban la circunstancia en una problemática.

Cuando al fin me deshice del par de hojas que resumían mi escaso andar laboral, aceleré el paso. Detesto la impuntualidad, más aún la propia.

La premura enceguece y esta no fue la excepción, pues en mi afán de llegar con prontitud, caminé tanto, que recién advertí que la casa del artista (Orompello 84) había quedado atrás cuando iba en el número 76.

“Me retrasé por un currículum”, pensaba, mientras el maestro Eduardo Meissner me brindaba una cordial bienvenida a su casa-taller-museo.

Un currículum, un currículum… si yo me demoré veinte minutos en el mío, qué podría esperarse para el de Meissner, un desconocido para mí hasta antes de estrechar su diestra: odontólogo, pintor, arquitecto y músico… al menos esas fueron las actividades que deslizó en el diálogo, pero sin duda alguna, otra sorpresa debe esconder el profesor.

Pese a ser un hombre de avanzada edad, Eduardo Meissner sigue más vigente que nunca, y aunque la pérdida de visión en su ojo siniestro le impide expresar sus ideas en las telas, su lengua recoge su pensamiento y lo dibuja con la gama más amplia de colores, formas y matices.

Como hombre culto, está pendiente de todo lo que ocurre a su alrededor y, pese a que se define como un “optimista”, no pierde ocasión para criticar a sus dos blancos predilectos: los políticos y los líderes de las sectas, credos y religiones.

Para el maestro, estas dos actividades han perdido su esencia social y existencial para transformarse en objetos de consumo, transables bajo una lógica mercantil. Con osadía, plantea que el cristianismo debiera unirse bajo una sola gran alianza, dejar atrás las diferencia de forma y concentrarse en lo que es el fondo, lo esencial.

Pero esta idea, loca para muchos, no es sólo una isla dentro del pensamiento de Meissner, sino que se fundamenta en lo que él entiende como una “dialéctica creacionista”, que no sólo se produce en lo macro, como la sociedad, sino que dentro del mismo ser humano y también del artista.

Fueron esos choques de tesis y antítesis los que forjaron el estilo pictórico de Eduardo Meissner, que se inició como un artista del pincel aficionado y que movido por sus estudios, experiencias y el acontecer socio-político fue mutando su manera de dar vida a sus pinturas.

Sin embargo, lo que jamás tranzó fue el gran tema de toda su obra y que lo motivó a crear vida con paletas y pinceles: el Eros, pero no sólo en su lógica del erotismo entendido como algo sexual, sino que el Eros como expresión de luz, de vida, de fecundidad, de supremacía del bien sobre el mal, de lo erótico sobre lo tanato.

Meissner “descorrió las nubes de su mente”, cantaría Silvio, y habló de lo tanato y lo erótico. Del colega comunista al que cobijó durante los primeros meses del Golpe de Estado y de la(s) musa(s) inspiradora(s), de las atrocidades del nacionalsocialismo y de los placeres de la carne.

Con un relato cansino, pero intenso, lleno de matices, anécdotas y una rigurosidad histórica pasmante, el maestro presentó, en un viaje de una hora, al Eduardo pintor inexperto, al Eduardo alumno del Colegio Alemán, al Eduardo clarinetista, al Eduardo odontólogo, al Eduardo arquitecto y al Eduardo pintor consagrado, todos miembros de una misma cadena evolutiva del artista y vistos desde la óptica del que probablemente es ya el último Eduardo Meissner.

Alejado de la soberbia y del Olimpo que atrapa a algunos creadores, vestido con un humilde chaleco de lana andina color blanco radiante, que hacía juego con su cano cabello y que le ayudaba a resaltar aún más sus ojos claros, el maestro irradió relajo -tanto que calzaba zapatillas de descanso- y estuvo abierto y dispuesto a sostener un diálogo franco con un grupo de inexpertos estudiantes y sin currículum.

Subscribe