PlumayDesvaríos

Revolución Urbana

18:11

Amor en noche dieciochera

Autor: Rodrigo Minero Ruiz |

Para mi modesta y distorsionada opinión, tanto por el alcohol ingerido como por el humo turbador, ella era la más rica.
La miré durante toda la noche, entre pies de cueca y cachos de la chicha más brava de todo Coronel. ¡Me tenía loco! Moría por estar con ella, por poseerla, por sentir su calor y guardar su aroma y sabor para siempre en mi memoria.
Su figura era perfecta, con un tono tostado de esos que enloquecen a cualquiera. No había nada en ella que me hiciera abandonar este deseo dieciochero. Nada.
La noche perdía horas, pero yo sumaba ganas, ganas de que nos quedáramos a solas, de que juntos disfrutáramos de esta fiesta tan nuestra, llena de colores, de banderas y, por encima de todo, gestora de la felicidad de un pueblo acostumbrado al rigor y a la adversidad. Las sonrisas eran más abundantes que el alcohol y la comida.
Mis amigos me alentaban, no en muy buenos términos, pero sí, me alentaban ¡Dale pajarón, dale que es tuya! , repetían mil y dos mil veces o vasos, quién sabe (lo cierto es que ya se hacía complejo establecer esa ínfima diferencia), pero las dudas y mi cada vez más desocupado bolsillo me detenían.
Ya era tarde, y por lo mismo casi todas comenzaron a irse, pero ella se mantenía allí, altiva, incólume, y eso era lo que me importaba. El miedo comenzó a robarme la calma, ya que pronto quedaría sola y las probabilidades de que no fuera mía aumentaban tanto como el número de curaos en la fonda.
Era mi última oportunidad. El dueño del local dictó sentencia a viva voz: "En media hora más cerramos el boliche" y noté que si no actuaba pronto, la situación se me escaparía de las manos.
Cual huaso en el rodeo, tomé las riendas, me mandé el último pencazo del vaso de vino de uno de mis compañeros, me armé de valor y salí a su encuentro.
Me acerqué al lugar en que se encontraba, la contemplé con más ahínco que en el resto de la noche y metí mi mano en el bolsillo. Saqué las únicas tres gambas que sobrevivieron a mi loca celebración y se las ofrecí a un caballero que me habló primero con las cejas y después por entremedio de su abundante bigote: "Amigo, ¿usted cree que las empanadas se regalan? Cuestan quina, ¡no se me venga a avivar!" .
¡Qué fastidio!, esperar toda la noche para esto. Pensar que la tuve tan cerca a sólo dos gambitas de habérmela comido entera.

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